noviembre 28, 2010

La infinitud de Borges: un homenaje.



La mayoría de las personas teme al término, a la consumación. A la muerte, a ser confinados a un espacio reducido. A que se termine la comida, el planeta, el dinero, la leche antes del desayuno, la habilidad de mover las piernas.

Borges huyó siempre de lo contrario. La realidad esquiva de un término incomprensible y contradictorio, cuya mera formulación supone ya una contradicción genética. Lo infinito.

Que las cosas no terminaran -tanto desde la categoría espacial cuanto desde la temporal- fue una pesadilla que lo acompañó en sus horas de vigilia. De diversas maneras formuló las terribles consecuencias de no comprender el significado de un adjetivo forjado por el truculento método de nombrar lo contrario sin poder aprehenderlo. En 1941 se acercó a los efectos narcóticos de ese concepto para después caer de nuevo, como Ícaro, al profundo océano de la ignorancia.

La Biblioteca de Babel, uno de los mejores cuentos latinoamericanos jamás escritos, salió a la luz muchos años antes de que la crítica estuviera en el nivel intelectual necesario para su lectura. Hoy, 60 años después, aventuro a manera de homenaje un cuento subsecuente. No pretendo añadir nada a una obra de origen perfecta, sino más bien desenredar la madeja que descubrí en mi cabeza después de leerla.

El cuento escrito a continuación no tiene sentido si no se ha realizado previamente la lectura del texto borgiano, que anexo aquí.


El Catálogo de la Biblioteca de Babel.
Josemaría Camacho.

Hay una noción preconcebida del concepto “infinito”. Evidentemente es un concepto que no tiene correlato con la realidad pero que, para ser pensado, debe tener cierta forma en la mente. Una forma muy endeble, vaporosa. Nunca se puede aprehender el concepto a cabalidad. Estamos condenados, ex hypothesi, a poseerlo fragmentariamente.

La Biblioteca, que algunos llaman Universo, es evidentemente finita, aunque como sugieren algunos viajeros, tratar de encontrar sus límites es meramente una empresa imposible. La tesis más acertada parece ser la que la describe como indefinida y periódica, aunque esa indefinición nos deje vagando casi en la misma espesura de ignorancia que la que la describe como infinita.

La Biblioteca alberga todos los libros posibles, todas las combinaciones de los 25 caracteres ortográficos en volúmenes de 410 páginas. Contiene en sí misma todas las obras escritas y por escribirse, todas sus variantes de al menos un símbolo o un espacio y una gran cantidad –la inmensa mayoría- de obras que no tienen ningún sentido en absoluto.

La explicación de la constitución y el orden de la misma Biblioteca se postula como un volumen existente dentro de ella, abandonado en alguna de sus salas hexagonales. [NOTA AL PIE EN EL TEXTO ORIGINAL: Escaleras arriba o abajo, se encuentra también con seguridad el presente texto (que yo creo que escribo a discreción) y a millones de años luz de distancia se encuentra también un texto sobre este texto, lo mismo que todas sus posibles variantes.] No obstante, una infinitud de textos apócrifos con explicaciones falsas, incompletas, imprecisas y hasta con connotaciones místicas existe también en los anaqueles de La Biblioteca.

Poco se ha hablado, sin embargo, del catálogo de esta biblioteca. Refiere Abraham Stern (viajero incansable nacido en 1765) que alguna vez se halló un libro que hablaba acerca de dicho catálogo. La dimensión del Universo en el imaginario popular entonces se multiplicó, se hizo más infinita, si se puede utilizar este término. En otras palabras, se desdobló con la existencia de dicho catálogo. El golpe sicológico de la mera postulación hipotética del catálogo nos hundió más en la zozobra. Si la realidad era más grande de lo que ni siquiera habíamos podido imaginar, estábamos tanto más lejos de encontrar algo, lo que fuera, dentro de ella.

Algunos de los que no se habían decidido ya a vagar entre los anaqueles, dotando su vida con el sentido de una búsqueda más acotada, digamos, circundada al feliz encuentro, no digamos de un volumen, sino al menos de una página entera que contuviera sólo palabras con un sentido coherente, esos pocos terminaron por abandonar la búsqueda del ejemplar que contuviera la explicación final del Universo. Las comunidades parecieron entonces más apagadas y había una razón más para justificar la ataraxia y la contemplación interior de corte mágico-oriental.

No fue sino hasta que McKenzie, en uno de sus célebres descubrimientos –cabe acotar que en La Biblioteca, donde todo está escrito desde siempre, nada se inventa, sólo se descubre— acuñó el termino “doble esperanza”, por cuanto el posible encuentro de un catálogo de La Biblioteca se sumaba al del libro con la explicación última del Universo.

Se organizó un largo debate público con el pesimista S.R. Wright. La gente que escuchó la esgrima argumental se llevó en la cabeza la terrible idea de que hay un número casi infinito –el casi nos dice que sólo es infinito de facto, no de concepto- de catálogos apócrifos, lo mismo que de libros explicativos falsos. Si la búsqueda es una empresa de origen estéril, sostuvo Wright, peor debe ser cuando los criterios para separar lo fidedigno de lo ligeramente falso e incluso de lo escandalosamente erróneo son arbitrarios, por cuanto tampoco tienen correlato con la realidad. Generaciones de nómadas buscadores intensos, concluyó, han dejado escapar sus días localizando una aguja en un inmenso pajar sin tener clara la noción de “aguja”, de forma que no podrían diferenciarla de un alfiler o incluso de una viga de construcción.

Al principio todos pensaron en un catálogo hermoso, encuadernado en pasta dura, con cantos dorados y garigoles arabescos. Luego alguien dijo que habrían de ser varios tomos. Wright duplicó uno de los libros de la gran Biblioteca aventurando una posible dimensión del Gran Catálogo. Lo hizo no ya pensando en que tuviera la primitiva forma de pequeñas tarjetas en galerías de gavetas, en donde cada ejemplar estuviera registrado en una tarjeta individual, sino haciendo el esfuerzo de economizar.

Cada hoja, decía, podría contener en promedio las fichas de 15 libros, contando en que cada ficha ocuparía un máximo de 3 renglones escritos en cuerpo 10 ó 12 con un sinfín de abreviaciones. Aparecería primero el Autor, que podría ser cualquier ser humano del limitado y creciente pasado, del presente y del futuro infinito, acotado a un máximo de 15 letras por apellido o nombre. Luego el Título de la obra, limitado a 100 caracteres, de los cuales podrían ser 99 espacios y una letra, como debía ser uno de los primeros libros referidos en el catálogo, del autor A, de título A, y consistente en una letra A y los espacios necesarios para llenar 410 páginas.

Mientras explica el esquema que podría seguir el hipotético catálogo, Wright advierte un nuevo problema que multiplica la infinitud del Universo: dado que la Biblioteca resguarda todos los libros posibles, entonces cada uno de ellos puede ser escrito por cada posible autor, de manera que el número de libros posibles se tiene que multiplicar por el número de autores posibles. Probablemente Wright sonrió en su negrura de espíritu al descubrir otro desdoblamiento de la realidad.

En fin. La obra de Wright acerca de las dimensiones del catálogo tenía una conclusión previamente interpretada desde su particular punto de vista de la realidad. Decía: “reduciendo cada libro de 410 páginas a dos renglones (lo que ocuparía su ficha en el catálogo, en promedio), cada ejemplar del catálogo podría recoger hasta 7,500 libros.” Si la disertación hubiera sido realizada por McKenzie, probablemente habría concluido aliviado que el catálogo podía reducir la búsqueda de la comprensión del Universo a una 7500/1 parte de la realidad, dado que sólo en uno de los volúmenes del catálogo aparecería referido el libro que buscamos. La búsqueda por las respuestas sería significativamente menor que antes, aunque quizá seguiría siendo irresoluble. Pero no, la conclusión era terrible. “El catálogo de la Biblioteca, a priori, no puede formar parte de la Biblioteca misma. ¿O cuándo se ha referido un índice en el índice mismo? El catálogo es ontológicamente posterior a la Biblioteca y, por ende, no puede realizarse hasta que la biblioteca esté terminada, jamás aparecerá dentro de ella (…) Esto significa que es irracional e inadmisible pretender que ocupa un lugar y una posición en nuestro Universo. Si ya era imprudente el intento de la búsqueda de algún ejemplar en particular o acaso de alguna página, digamos, con un sentido coherente sobre cualquier tema, el intento por encontrar alguna versión siquiera apócrifa del Catálogo General es acaso pueril e irrisoria”.

La gente esperaba que McKenzie contestara este argumento. La mayoría murió, de la misma forma que McKenzie, sin haber podido vislumbrar una respuesta. Fue la última vez que se trató de justificar la existencia de la gran comunidad nómada que siempre ha estado en la búsqueda del Libro Causal o del Gran Catálogo. Fue la muerte de la filosofía en La Biblioteca. Wright fue su asesino.